Hay escenas en la vida que se quedan grabadas para siempre en el corazón, momentos que nos marcan y nos enseñan lecciones profundas. Una de esas escenas, una de las más dolorosas y significativas que he vivido, tuvo lugar hace exactamente un año. Fue cuando me despedí de mi sobrino de 15 años, quien enfrentaba valientemente un osteosarcoma en etapa 4. Esa despedida  me sigue conmoviendo hasta las lágrimas.

Recuerdo salir de la habitación de urgencias, donde estaba internado. Era el turno de mi padre para visitarlo, así que debía marcharme. Mientras me alejaba, con cada paso sentía el peso de la realidad que trataba de ignorar. La habitación tenía paredes de vidrio, frías y transparentes, que nos separaban físicamente, pero a través de ellas podía ver con claridad lo que sucedía al otro lado. Después de caminar unos 20 pasos, algo dentro de mí me hizo detenerme. Como si un hilo invisible tirara de mi corazón, volteé y lo vi.

Allí estaba él, acostado en la cama y a pesar de la distancia y del vidrio que nos dividía, nuestras miradas se encontraron. Era como si me esperara, como si supiera que, incapaz de seguir caminando, regresaría mi mirada una vez más para verlo. En ese instante, el vidrio ya no era una pared; era solo un escenario que intensificaba el momento, un adorno que no podía impedirnos comunicarnos. Y en ese gesto sencillo pero monumental, supe que nos estábamos diciendo adiós.

Su mirada estaba cargada de emociones, una mezcla de tristeza y resolución. No era tristeza por su enfermedad; era algo más profundo, como si entendiera que ese instante marcaba un final. Con la poca fuerza que le quedaba, levantó su mano lentamente, su ademán frágil pero lleno de intención. Era un adiós, un gesto sencillo que contenía una infinidad de palabras que no podíamos decir.

Mi pecho se estrechó, como si algo dentro de mí se rompiera y se expandiera al mismo tiempo. Sentía un nudo en la garganta, imposible de tragar. Levanté mi mano para devolverle el gesto, tratando de transmitirle todo el amor y la gratitud que sentía por haber estado en mi vida. En sus ojos brillaba una chispa de reconocimiento, un “gracias” silencioso que me llenó de tristeza y paz a la vez.

Una sola lágrima se deslizó por mi mejilla mientras me daba la vuelta. Cada paso que seguía después de eso se sentía como un acto de voluntad, un esfuerzo por mantenerme entero. El eco de ese último intercambio me acompaña desde entonces, un recordatorio de que el amor trasciende incluso en los momentos más difíciles.

Esa imagen me acompaña todos los días. ¿Cómo te despides de alguien a quien amas tanto? ¿Cómo te despides de un niño que viste crecer, jugar, aprender y soñar?.

Diciembre y el impacto del diagnóstico

Diciembre siempre ha sido un mes lleno de luces, celebraciones y reencuentros, un tiempo en el que el mundo parece brillar con un calor especial. Pero para muchas personas, diciembre también puede ser un mes de contrastes, una época en la que la alegría de unos resalta el dolor y la nostalgia de otros. En mi caso, diciembre ahora lleva consigo una carga emocional imposible de ignorar.

Mi sobrino falleció un 17 de diciembre, justo en una temporada donde las familias se abrazan y comparten momentos de amor y felicidad. La ironía era cruel: mientras las calles se llenaban de villancicos y sonrisas, nuestro hogar estaba envuelto en silencio y despedida. Aunque pude verlo un par de veces más después de la escena que les conté al inicio, él ya no estaba consciente. Sabía que podía escucharme, pero no podíamos tener aquellas conversaciones filosóficas y profundas que tanto disfrutábamos. Porque, aunque era solo un niño, tenía un nivel de conciencia y madurez que rara vez he encontrado en un adulto.

Curiosamente, mi cumpleaños también es en diciembre. Lo que solía ser una fecha de celebración ahora está entrelazada con el recuerdo de su partida. Y sin embargo, incluso en medio de su dolor y de su lucha, él encontró la fuerza para escribirme un mensaje de felicitación. Recuerdo perfectamente sus palabras llenas de gratitud, donde me felicitaba y me daba las gracias por haber estado a su lado. Imaginar el esfuerzo que debió costarle hacerlo, en el estado en el que se encontraba, me toca el alma profundamente.

Es difícil explicar cómo se siente ver tu propio cumpleaños coincidir con una pérdida tan grande. Diciembre ya no es solo luces y celebraciones; ahora también es reflexión, nostalgia y la oportunidad de valorar el tiempo con quienes aún nos acompañan. Para muchos, como para mí, esta época también es un recordatorio de lo efímero de la vida y del profundo amor que permanece cuando alguien se va.

Un año antes de su fallecimiento, en ese mismo mes de diciembre, nos dieron la noticia de su enfermedad. Osteosarcoma, un cáncer de hueso en una de sus piernas. Para cuando lo diagnosticaron, ya estaba en etapa 4, y el cáncer se había extendido a sus pulmones. La primera reacción que tuve fue negación. Jamás imaginé que algo así pudiera sucederle a alguien tan joven y lleno de vida en nuestra familia. Siempre pensé que esas cosas les ocurrían a otros, nunca a nosotros. Pero la realidad golpeó fuerte y rápido: la muerte no discrimina edades, y todos estamos expuestos.

La última conversación

La última vez que platiqué con él, en esa sala de urgencias, traté de mantener la esperanza. Le dije que nos esperaba mucho por hacer: decorar el árbol de Navidad que había pedido y terminar los proyectos de impresión 3D que tanto le apasionaban. Mi hermana ya me había advertido que esa visita era para despedirme, pero me negaba a aceptarlo. Él ya no podía hablar, pero sus ojos lo decían todo. Eran más grandes de lo habitual, llenos de un brillo que expresaba sus ganas de vivir, de quedarse con nosotros.

“Te quiero mucho”, le dije mientras sostenía su mano. “No pierdas la fe. Pronto estaremos todos en casa celebrando la Navidad.” Una lágrima rodó por su mejilla mientras apartaba la mirada. Fue como si ambos supiéramos que esa era nuestra última conversación, como si nos dijéramos en silencio: “Fue un gusto coincidir en esta vida”.

Reflexiones sobre la impermanencia

La muerte de mi sobrino fue el punto que terminó por empujarme a buscar respuestas en la espiritualidad, pero llevaba mucho tiempo caminando por un sendero de dolor y pérdida. Apenas un mes antes, también había fallecido mi mascota, Mozart, mi fiel compañero de años, cuya ausencia dejó un silencio desgarrador en mi vida cotidiana. Meses atrás, había perdido mi trabajo, un logro que me costó esfuerzo y dedicación, y que me llenaba de orgullo hasta que desapareció de manera abrupta. Por si fuera poco, también había cerrado un ciclo importante con una chica que había sido especial para mí. Fue como si, de repente, la vida hubiera decidido arrancar de mis manos todo lo que me anclaba al mundo, dejándome vacío y vulnerable.

Durante mucho tiempo, busqué respuestas en innumerables lugares: libros, prácticas, filosofías, y hasta caminos que parecían no llevar a ninguna parte. Fue solo en este año 2024, después de una búsqueda espiritual incansable, que pude encontrar consuelo en las enseñanzas budistas.

Reflexionar sobre el desapego y la impermanencia no fue algo inmediato ni sencillo, pero fue necesario. Entendí que la vida, con todo su dolor y belleza, es un cambio constante. Que a veces necesitamos soltar, aunque duela, para encontrar paz en medio del caos.

Hay una frase del venerable Kempo Lama Rinchen Gyaltsen que resuena especialmente en mi corazón:

“Todo se está disolviendo. Estamos viviendo en un universo que es cambio. Si vemos entre unas baldosas una flor amarilla crecer, hay que festejarlo. Si vemos a un niño sonreír, hay que festejarlo. Si escuchamos el canto de un pájaro, hay que festejarlo. Cuando aceptas el peor de los casos, todo es ventaja, todo es ganancia.”

Estas palabras me ayudaron a entender que la vida, en su esencia, es transitoria. Resistirnos al cambio y a la muerte solo incrementa el sufrimiento. La reflexión sobre nuestra mortalidad no es algo sombrío, sino una oportunidad para vivir plenamente, sin arrepentimientos.

Lama Rinchen, exponente del budismo tibetano y a quien considero un gran maestro, lo explica con una claridad desarmante: “Todo lo que está compuesto de partes se descompone. Incluso el sol, majestuoso y eterno a nuestros ojos, tiene su propio final inevitable”. Nos aferramos a una idea de estabilidad porque la mente busca orden dentro del caos. Creamos modelos, idealizamos personas y momentos, les damos un valor casi sagrado y los volvemos estáticos, como si pudieran existir fuera del tiempo. Pero cuando algo externo sacude esa imagen congelada, el dolor es inevitable. Duele porque todo lo que hemos invertido en ese “avatar” de alguien o algo, se desploma.

El budismo nos enseña a reflexionar sobre la transitoriedad y el cambio. No es un consejo fácil de aceptar, porque significa enfrentarnos a lo inevitable: todo lo que amamos, todo lo que conocemos, está destinado a transformarse o desaparecer. Todos nosotros, sin excepción, recibimos desde el primer instante un diagnóstico terminal llamado vida. La pregunta no es si vamos a perder aquello a lo que nos aferramos, sino cómo vamos a enfrentarlo cuando llegue el momento.

Reflexionar sobre esto no es un acto de desesperanza, sino un camino hacia la libertad. Aceptar la impermanencia nos libera de la resistencia, nos enseña a celebrar cada instante como un regalo fugaz y precioso. Como dijo Lama Rinchen: “Cuando aceptas el peor de los casos, todo lo que queda es ganancia.”

Agradecimiento y despedida

Aunque su partida fue devastadora, también fue un regalo. Tuvimos la oportunidad de despedirnos de mi sobrino, de decirle cuánto lo amábamos y lo orgullosos que estábamos de él. No solo era un niño inteligente, sino también un ser humano con un corazón puro, algo tan raro y precioso en este mundo.

Quiero dedicar estas palabras a mi hermana y a mi sobrina, quienes fueron sus pilares más cercanos. Su fortaleza y amor infinito por él son un ejemplo de resiliencia. Querida hermana, querida sobrina, Rafa nos dejó un legado de amor, valentía y sabiduría. Está en cada recuerdo, en cada sonrisa que compartimos y en cada acto de bondad que inspiró.

Despedirme de él fue uno de los momentos más difíciles de mi vida, pero también me enseñó a vivir mejor. Hoy, celebro cada instante, cada relación y cada oportunidad de decir “te quiero” sin esperar al mañana. Porque, como dicen los lamas: “Todos hemos recibido un diagnóstico terminal llamado vida”. Vivamos de tal manera que, al final, no queden arrepentimientos.

By Potencial de Cambio

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